jueves, 28 de febrero de 2019

Un día en la Ciudad de México


Frente a su casa, Margarita extiende una manta de hule sobre la calle. De un costal saca tortillas y las acomoda encima. Unas rotas, partidas. Otras duras. Cachos también de bolillos. Kilos y kilos. Deben quedar bien separados para que a cada pieza le lleguen los rayos del sol.
Sobre un muro apila decenas de costales con botellas; unas de licores, de PET, y de vidrios de colores. Ella y su esposo, Guadalupe, nacieron y se criaron en el basurero. Viven en la colonia Renovación, la que fundó El Zar de la basura. Alguien que se proclamó líder y dueño de los tiraderos hasta que lo asesinaron.
Frente al ahora extinto tiradero de Santa Cruz Meyehualco, en Iztapalapa, El Zar lotificó un área en parcelas de 10×12 metros que distribuyó entre sus pepenadores. Para darles casa. Cada quién debía construir la suya. Los primeros servicios los metió el gobierno.
10-pepenadores
Ilustración: Patricio Betteo
Una vez al año, en enero, El Zar enviaba autobuses, trepaba a todas las familias y las llevaba a conocer el mar de Acapulco. Así se ganó a miles. Cargaban una cobija y dormían sobre la arena de Caleta y Caletilla.
Cuando Margarita termina de extender las tortillas prepara un taco que comparte con Guadalupe. Él se mueve a pasos lentos con la ayuda de un bastón. Tiene un colmillo plateado y usa anillo. Ojos almendrados. Nariz aguileña. Comenzó a pepenar a los 10 años, cuando ya tenía fuerza para jalar.
Despertaba con el quiquiriquí de los gallos. Cuando todavía se veía oscurito. Agarraba un bieldo, se colgaba un chiquigüite al hombro y caminaba hasta el tiradero. De la basura desayunaba. Llegaban los camiones recolectores y tiraban montones. La que venía de mercados era favorita de los chiquillos, pues cargaba frutas como naranjas y mangos.
Agachado, buscaba. Como se le levantaba la camisa se le quemaba la espalda. Esa franja negra uniformaba a todos los pepenadores. Usaba un zapato de uno y otro de otro. Por la tarde escudriñaba unos jitomates, chiles y con suerte un espinazo y cabeza de pescado para hacerse un caldo. Las cajas de leche y latas de sardinas eran utensilios.
Unos tractores movían los montones y él resoqueaba. Llegaba de todo, revuelto, a todo momento. Alzaba botes, vidrios. Debía extender la basura y revisarla hasta que no quedara nada. Luego juntaba lo que había separado y con la ayuda de un carrito, o burro, lo llevaba al pesadero.
Ahí mismo se lo pagaban en efectivo. Había distintas paradas, los encargados eran los cabos, empleados de El Zar. Ellos le compraban vidrio, lámina, cartón, papel y hueso. El último para elaborar jabón y cosméticos.
A casa se llevaba tesoritos, chacharitas. Un carrito, unos zapatos. Los limpiaba, guardaba y luego vendía. Cuando el tiradero se llenó, lo cerraron. Hoy es una plancha olvidada con maleza que crece y esconde los respiraderos. En otras zonas de la ciudad abrieron otros. Los desperdicios cada vez viajan más lejos.
Guadalupe estaba casado cuando conoció a Margarita. Ella también. Era pepenadora en otro tiradero pero visitó la colonia. En una tiendita cruzaron miradas. Ambos dejaron a sus parejas y se fueron juntos, con siete hijos, una mochila y dos mudas.
Rentaron un cuartito en la calle 1 de la colonia y volvieron a empezar. Era algo pequeño, sin techo, con hule y sin piso. Con el tiradero cerrado la pepena había cambiado. Ahora debían comprar la basura de los camiones, de otros pepenadores y trabajadores de limpia. Llevarla a casa, quebrarla, venderla, arreglarla, juntar más y volver a vender.
En un terrenito más lejos almacenaban lo que iban encontrando. Después de clases sus hijos ayudaban. Niñas: metales. Niños: plásticos. Entre más volumen eran más los centavitos. Pero no daba ni para un melón. Cuando el hambre apretaba, Margarita se metía a la basura de la Central de Abasto y se surtía. El bolillo lo desempolvaba y guardaba.
A Margarita se le prendió el foco y comenzaron a vender las chácharas que encontraban en diferentes tianguis. Empezaron por el que se monta jueves y sábados en la avenida que da la bienvenida a la colonia. Los compradores revenden en otros lados.
Guadalupe logró hacerse chofer de un camión. Con contrato, sueldo mínimo y prestaciones. Sus hijos jalaron con él. Todos como voluntarios. Son tercera generación que pepena. Se calcula que hay más de 20 mil familias trabajando como voluntarios de limpia. Una vida a la que se ha acostumbrado.
Todos los días, a las 6 a.m., el motor de su camión enciende y dejan la colonia Renovación para comenzar los viajes. Terminan como a las siete, ocho de la noche que regresan. Guadalupe los acompaña pero ya no todos los días. Los años y la pierna no lo dejan. A veces ya sólo toca la campana, si los de la delegación no lo ven dándole se lo quitan.
Sus hijos separan y encostalan lo que Margarita y Guadalupe pueden trabajar desde casa para luego vender. Al terminar la ruta del día, antes de dirigirse a la estación de transferencia, pasan y descargan en la casa los costales que puede significarles ganancia.
Entonces, por la mañana, Margarita extiende las tortillas y el pan que sale. También separa las botellas y los vidrios. Cada vez encuentran menos vidrio y más PET. En una ocasión apareció un centenario dentro de un puerquito de barro.
Pero la basura se va desvaneciendo pues pasa de mano en mano. Lo que antes llegaba directo a los pepenadores ahora no. La que llega al camión no es suficiente, no es la mejor, deben comprar por otros lados para acumular más. Si es necesario, pagar fletes para transportarlo. El camión también vende a otros vecinos.
La gente mete mano a la basura antes de que esta llegue al camión. Algunos culpan a los burreros. Aquellos desconocidos que salen por las calles, con camionetas y altavoces comprando “algo de fierro viejo”.
Las tortillas pasan un día al sol. Antes tres, pero “el sol está peor”, ríe Margarita y culpa al calentamiento global. Cuando llueve debe apurarse y quitarlas. Algunas tienen moho. Las aves llegan y las picotean. A Margarita le gusta escucharlas cantar. Su perro también se pasea entre las tortillas, luego se mea en las esquinas y las patea. Ella las vuelve a acomodar.
Al fondo de su casa Guadalupe ha instalado un pequeño taller mecánico. Es para arreglar lo que falle del camión. La delegación lo arregla pero tarda casi una semana. Como todos son voluntarios deben salir a diario a trabajar. Viven de las propinas que les dan. 200 pesos es una buena regalía por día.
Guadalupe no entiende cuando las amas de casa enfurecen porque les pide “pa’l chesco”. Sabe que su trabajo es indispensable y casi nadie entiende que la mayoría son voluntarios. Sus nietos están aprendiendo a reconocer qué es basura, cómo distinguirla, separarla, guardarla y hacerla lucrar. También a diferenciar y arreglar las chacharitas para vender en los tianguis.
Un vecino escucha música mientras desgarra cientos de fotocopiadoras y pantallas de computadoras. Pone rock; algo de Los Beatles y “Bohemian Rapsody” de Queen. Al cielo lo cubren cables. Amarrados, anudados. Viajan de lado a lado. Vienen de las torres de poder que atraviesan la colonia. Baches, topes y perros ladran a las camionetas y camiones cargados que zigzaguean para abrirse paso.
Otro vecino ha instalado un toldo fijo. “Buena idea”, opina Guadalupe. Cada casa se especializa en algún material. Llantas, lavadoras y diferentes tipos de plásticos apilados por todos lados. Muebles, colchones, escritorios, sillones, unos se ven más nuevos, otros destrozados.
Cada casa parece bodega. Toneladas de acumulación. El techo también lo atiborran. Aluminio, cartuchos de impresoras, archivo de color, de periódico. En una casa hay sólo papel, cuando hacen trampa lo mojan, para que pese más. La comida orgánica se vende como alimento para marranos.
En una casa cuelga un letrero de pesadero, ahí también compran bronce limpio, el kilo en 64 pesos, si viene sucio es por menor precio. El cable en 16 pesos. Otra, con letrero de Nachita Pink, compra “cristal”, “cartera”, “color” y “disco”; todas son partes de los casi olvidados discos compactos. Un kilo de disco en siete pesos, de cartera en dos. Montañas de música silenciada.
Una lavadora que se puede arreglar y vender bien es lo que más conviene. El trapo, o ropa, siempre encuentra salida. En los tianguis vuela. La lavan, planchan y revenden.
Los compradores de fábricas llegan y salen con decenas de sacos. Cada saco atiborrado de PET pesa como 45 kilos. Los plásticos se muelen con mucho calor y crean nuevos más resistentes, como para hacer cubetas. Hay remolques y cajas de tráileres estacionados.
En una esquina venden fruta. Cebolla, papa, mostaza, salsas, vienen de los supermercados. Les borran la fecha de caducidad y ya. En otra, una chica abre bolsas rojas que dicen “material peligroso”. La traen de hospitales, laboratorios. Con la mano desnuda sacan el relleno, los cultivos de las cajas de Petri. Catéteres, jeringas. Luego se toca la cara, se rasca la pierna. Un sombrero le cubre la cara.
“Dios mío, cuida a tu pueblo”, se lee en la entrada a la capilla. Sin techo, con toldos de plástico. Macetas y más plantas decoran las entradas. Algunas casas usan cortinas por puertas. Un barrendero se queja. Por ser voluntario debe pagar por el carrito. También la delegación está repartiendo uniformes a los de limpia, pero a ellos nada.
Una de las camionetas atropella a un perro pequeño que ronda. Su llanto irrita a toda la cuadra. Margarita y Guadalupe voltean. Es del vecino. Más perros ladran, incluso el suyo. “Este ya se la sabe con los coches”, ríe Margarita. Guadalupe le pide que le acerque una silla.
Trabajando en el camión, moviendo un tambo, Guadalupe resbaló con unos vidrios y se cortó el talón. Con la diabetes se puso mal de volada. Tuvieron que amputarle el pie, “cuestión de la chamba”. Ahora con Margarita recuerda cuando bailaba salsa en Tepito y los aniversarios de La Merced. La gente se le quedaba mirando. Guadalupe se lucía, hacían ruedita y él les enseñaba nuevos pasos.

Margarita guarda en otro costal la tortilla que ya siente seca. Nota que ya tiene suficientes kilos como para llamarle al señor que se los viene a comprar. La muele y usa para el mole o como alimento animal. Los precios cambian, el kilo anda en 1.20 pesos. Luego se apresura y guarda unas chácharas dentro de bolsas. En pocos minutos debe irse al tianguis. Guadalupe la va a acompañar.

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